lunes, 30 de agosto de 2010

EL MIRLO

En un lugar al sur de Europa, como un balcón entre fronteras, hay un restaurante llamado El Mirlo. No se trata de uno de esos sitios en los que la comida es una obra de arte, más bien se trata de comer de una forma antigua, pescados que se hayan podido pescar por los dueños, verduras y frutas de una huerta cercana y poca elaboración. Como mucho un poco de aceite y harina para freír; ajo, aceite, vinagre y perejil para aliñar y poco más. La esencia de este sitio la corrompen unos helados industriales, un botellero con bebida y destilados del Norte de Europa y algún que otro artefacto de plástico.
Desde la terraza del Mirlo se ven África, barcos con rumbo indefinido, cruceros de los que se adivinan las risas y el horterismo, y se sienten los miles de vientos que han soplado desde que el mítico Hércules deambulara por aquí en busca de algún atlante con el que pelear.
El horizonte que se observa desde El Mirlo es curioso. Como en La Gioconda, la línea del cielo tiene a izquierda y a derecha de una palmera que en la más absoluta verticalidad rompe la vista, dos niveles distintos. Un mar de azul claro, de gastado, es unos centímetros más bajo que el otro mar de tono más agresivo, de olas más ruidosas; la palmera, como un milagro, corrige ese defecto. Este año, las lluvias torrenciales tumbaron la antigua palmera y quedó el desnivel al descubierto como una herida en el cielo. Las autoridades se apresuraron a plantar otra palmera en el mismo sitio.

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