domingo, 28 de septiembre de 2008

UN HOMBRE SOLO EN EL PARQUE

Apenas los primeros rayos de sol calientan las gotas de rocío, ya se oye el crujido de una pisada en el Parque. Es un ritmo cansino, lento, el que traslada la masa del hombre por senderos recorridos miles de veces.
Si lo viéramos de perfil podríamos imaginar un pájaro, quizás no muy regio, nariz prominente y aguileña que se adelanta a una frente tendida hacia atrás, un pecho plano, una barriga abultada que se adivina blanda y unas piernas muy gruesas, casi de elefante que descuadran y descomponen la figura amable del ave y la convierten en grotesca.
Se sabe que es cierto que las piernas no son débiles, el ritmo, ya se ha dicho que lento, no cesa. No se sabe si la mente que gobierna este cuerpo se le asemeja, no se sabe si es lenta y constante, o quizás desordenada, y por eso necesita de este ejercicio para ir poniendo las ideas y los sentimientos en su sitio. Se desconoce.
No se adivina porque el hombre corre y corre, a su lado aparecen de vez en cuando corredores que lo adelantan aunque despertaran más tarde, metáfora de su vida. No lo sabe ni siquiera el hombre, al que bloquean las miles de ideas que giran y hacen piruetas en su mente. No lo sabe este hombre que corre y corre.
Este hombre se siente solo, se cree solo y sabe que una vuelta y otra vuelta, que pisar el mismo charco, la misma pendiente, rozar la misma rama de ese chopo, le acercan al infinito, le hacen parte de la eternidad, porque su movimiento, siempre reducido a este recinto, es, a ojos de un espectador bien situado, como si estuviera inmóvil.
Quizás no sea ese el motivo, tan solo saberse vivo, y sentir el aroma que desprenden al partirse las hojas caidas que alfombran su camino. Sentir el aire frío en la cara y calentarse con los escasos rayos solares que traspasan la arboleda.

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