lunes, 17 de agosto de 2009

CENA EN EL SALÓN. TERCERA VARIACIÓN.

Un salon ámplio y luminoso, tanto a mediodía como esa noche estrellada y de luna llena en la que caerán las lágrimas de San Lorenzo. Unos cuantos comensales, variopintos, un chef y un ingeniero, dos enfermeras, sus niñas, dos catalanes joviales, dos catalanes burgueses, y un escritor-filósofo y su esposa, un poco cabezona, un poco embarazada. El escenario y los actores, a los que hay que añadir a las dueñas de la casa.
El filósofo, ebrio de ego, diserta.
Primera estación.
"Hoy ví los campos de Castilla, girasoles en plenitud amarilla, cuervos negros, me creía en un cuadro de Van Gogh. Y ví los horizontes de Castilla, planos y anchos como el pecho de un varón, y me quedé extasiado porque en mi tierra solo hay un horizonte el del mar, lo otro es un picu. Es que soy astur, asturiano no, astur. Y escritor, por si no lo saben."
Tañe una campana, el saxo tenor se despereza.
La filósofa consorte se arranca.
Segunda estación.
"Hoy vimos el románico burgalés, precioso. Es que no hay nada como el románico en el arte, nosotros lo amamos y hemos recorrido toda España, bueno la península, siguiendo las trazas del románico. El románico es a la arquitectura lo que el barroco a la música, consigue conectar con un ritmo vital del ser humano. Nada que ver con lo fogoso del romanticismo, con las estridencias sinfónicas y los cambios de ritmo. Es que soy maestra, especialista en música, por si no lo saben."
Repica la campana, el batería toma los palillos.
Como un banderillero dispuesto a rematar el tercio, el filósofo-escritor se pone en pie.
Esperará el aplauso en vano.
Tercera estación.
"Yo amo algo que está tan lejos de aquí, algo que no se puede concebir, el mar, mi horizonte. No el pico, el risco, la montaña, sino el mar. El mar como concepto, el mar en su relación con el hombre, no con el pescador, sino con el hombre. La idea del mar, el mar, el mar. La mar."
Suena de nuevo la campana, el cuarteto de jazz y la orquesta ya se han preparado.
El vía crucis ha finalizado.
Marta se levanta de la mesa y toma de la mano a Carmen, y bailan salerosas, dando vueltas como dos gitanillas.
Oh la mar, el mar. Entra Ernest Hemingway entonando una habanera y saca a bailar al ingeniero, se divierten y divierten a casi todos porque bailan abrazados tan fuerte que no encuentran el equilibrio, Hemingway tira del ingeniero que se inclina sobre su tripón y le pincha con su prominente nariz, por lo que lo suelta para volverlo a abrazar y volver a empezar.
Las orquestas se arrancan con un ritmo de Nueva Orleans tan exquisito que bailan todos, los burgueses con los payeses, las enfermeras con los obreros del Empire State, el cocinero con la Gioconda, Gonzalo y Cervantes aplauden, entran Nuria y Cristina bailando al compás, sin saber quien lleva a quien,... en fin, todo es disloque y alegría. Hasta el reloj da las horas.
Nadie interrumpe esta alegría que ahoga los gritos del filósofo regalando sus libros a quien le escuche, y los de su esposa pidiendo un minué para sus ejercicios de yoga.
Esa madrugada cuando Cristina se dispone a dormir, recuerda la velada, la cena, el vino, la magia y decide que, desde ese día, no aceptará callada que le digan nada malo sobre los pimientos en su cena.

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