domingo, 30 de mayo de 2010

TRIATLON

“Gutiérrez, ¿te echas una carrera?”. Quien decía esto era uno de los deportistas destacados de la clase, bastante parecido a Charlton Heston, mi mejor amigo de aquella época. Lo acompañaban Carranza y otros cuantos de la pandilla de  la calle Siete de Mayo. Así que dije lo que dice quien quiere hacerse hombre, sí. A pesar de que yo pesaba unos cuantos kilos más que Mendoza, y de que mi figura era regordeta. Regordeta no. Gorda.
Me preparé en el borde de la piscina mirando al otro borde que estaba, a mis ojos, en la frontera del Universo. Y cuando el padre de Mendoza dio la señal, me lancé al agua con el propósito de no hacer el ridículo. Pateaba con fuerza, hundía mis brazos en el agua con rabia, y lo hacía tan rápido como podía. Sigue, sigue, decía mi voluntad. Para, para, decían mis pulmones. Así que saqué la cabeza del agua para mirar a mis lados, y no vi a nadie. Mierda, el último. No puede ser, no puedo quedar el último. Nada, nada con más fuerza. Y lo hice. Con todas mis fuerzas, antes la muerte que el deshonor.
Y llegué. Toqué el borde. Me así con fuerza a una argolla y miré en qué posición había quedado. Para comprender lo ocurrido tuve que tomar oxígeno. Miré hacia atrás y, ni el más ligero de los demás, había cubierto una tercera parte de la piscina. Primero, fui primero. Por delante de muchos matones. Por primera vez, en algo físico, fui primero.
Ayer hice un triatlón. Los nervios de antes de la competición eran inmensos, ahora sé que se parecían a los de aquel día de septiembre de un año de los ochenta, y me los acrecentaba mi compañero, ayer por la mañana Caballo Loco. Cuando el juez gritó “gou”, como atunes en una almadraba salieron disparados miles de pies y de patadas. Yo me quedé el último, agarrado al pantalán, esperando encontrar mi momento. Y cuando lo vi, empecé a nadar, por fuera haciendo más metros, solo.  Con la cabeza metida en un agua turbia, del color del té si quiero ser fino, como caldo de caracoles si quiero ser exacto. Sin mirar, hasta que necesité tener la referencia de la primera boya. Iba fresco, nadando tranquilo, con mi mejor estilo. Piernas estiradas, pateando desde la cadera, la mano ligeramente girada, hundiéndose en el agua para empujarla hasta mi barriga y tronco extendido. Y miré a mi izquierda, los participantes boqueaban, se pateaban entre sí y no avanzaban. Yo desde mi trayectoria exterior iba más rápido y más descansado.
Todavía me quedaba un miedo en el cuerpo, el acople a mi bicicleta del siglo pasado. Con cambios por manetas en el cuadro, con rastrales. Pero, una vez me monté y tuve los pies metidos en los anticuados pedales, subir la primera cuesta fue una bendición. Y allí ya sabía que iba a terminar alegre, exultante por realizar la prueba. Hasta recuperé la sensación de desuello y ahogo de la carretera de Villarrubia que antes tanto transité en solitario. Y me congratulé por haber recuperado mi bici de aquel robo en la playa.
La carrera la hice con piernas de corcho, pero al lado de mi compañero. Corrimos bajo un sol abrasador, sobre un suelo de tierra reseca y dándonos la mano como dos italianos cabrones para esprintarnos en el último trecho. Lo justo para saber que los dos ganamos nuestra carrera y que vendrán nuevos retos. Espero que al lado de mi compañero.

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