Poco antes de que los
domingos fueran tan amargos eran solo los días del miedo, ¿lo
recuerdas? Papá volvía a casa, con su escopeta al hombro, envuelto en
alcohol, perfume barato, sudor y humo; mamá, antes de escondernos,
nos contaba un cuento sobre la cacería, que papá era mal tirador y por eso nunca traía ninguna pieza, sobre que el mareo era porque tomaba una cerveza con quienes lo llevaban a cazar sin
apenas comer, que no tenía confianza para pedir ni un poco de pan, que su mal humor era por la jaqueca que le provocaba el hambre, y siempre, cuando nos contaba que olía así debido a su querencia por la
colonia de mujer, que siempre se ponía la suya, tú le decías que no olía igual que la tuya, y ella, entonces, nos decía a dormir, venga que mañana hay colegio, ocultando el torrente de lágrimas que en unos instantes saldría de ella y del que papá siempre se burlaba.
Pero tú nunca pudiste
callar y le pedías a mamá que hiciera algo, que cambiara aquello, que tenías que hacer algo para que papá dejara la cacería, para que pasara los domingos con nosotras, y, sobre todo, para que pudiéramos dormir sin la voz avasalladora, atronadora y burlona de él, ametrallando nuestra alma. Tus llantos y los nuestros, los golpes secos, el estruendo de la vajilla o del mobiliario contra el suelo no te importaban, tú solo querías tener domingos de luz y vestidos limpios.
Ella nunca te negó nada; por eso, aquel domingo, como una maga,
trocó la escopeta en una varita mágica y cambió para siempre el miedo
por orfandad y tristeza.