miércoles, 3 de marzo de 2010

LA IGLESIA DE LOS ALTOS.

Acudí a misa. Lo intenté con ahínco, pero no evité llegar tarde. La ceremonia había ya pasado la parte de la consagración y cuando yo llegué a aquella iglesia nueva, todos los feligreses estaban sentados.

El cura parecía hablar para sus adentros, aun así, sentí su mirada reprobatoria. Llegas tarde, cordero. Llegas tarde. Así que toda la vergüenza que sentía se concentró y licuó en la atmósfera que me rodeaba, turbia, densa, opresora.

De repente, los parroquianos se levantaron al unísono. Una bendición, un acto de contrición o de respeto a la sagrada forma, no sé que fue, porque el milagro me cegó. Desde mi puesto retrasado al fondo de un mar de bancos, contemplé una multitud de gigantes. Yo sé que estaba al fondo, y pensé que todo se trataba de una ilusión óptica, de un efecto de la perspectiva, que todas las líneas de fuga confluían en un horizonte más alto del que yo creía ver y que el suelo de aquella iglesia se inclinaba suavemente a un lado o a otro. Pero no. El suelo era plano como una lámina de agua y la nave era demasiado corta como para provocar distorsiones visuales. No. Algo semejante a un milagro ocurría. Todos los asistentes a misa se habían convertido en personas ciertamente altas. Hasta mi amiga, un poco bajita, situada en la segunda fila, podría haber paseado perfectamente por una pasarela de moda, su cuerpo se había estirado, su figura estilizado, … Milagro.

¡Cómo no!. Me adentré en el seno de la iglesia y no sentí nada especial. Poco a poco, hasta las primeras filas sin sentir nada. Allí llegué, dispuesto a presentar mis respetos y dar media vuelta, cuando la imagen de mi figura reflejada en el espejo de una capilla lateral me impactó. Ese no era yo, sino quien yo quería ser. Un hombre veinte centímetros más alto, una figura ya no retaca, sino esbelta y atlética. Y así me sentía por dentro, esbelto, ligero. Sin pensar ni en la muerte ni en la desgracia. Sereno. Abandonado a mi altura.

Y salí de allí dispuesto a contarlo, a correr a mi casa, a decirle a mi mujer y a mis hijas, venid, seamos altos, seamos ligeros. Y conforme me acercaba a la puerta iba empequeñeciendo, así que adentro, a ser alto. Y lo fui. Entre el banco diecisiete y catorce me convertí en alero alto, entre el siete y el dos ya era un gigante. De ahí no pasé. Pero me senté un rato a esperar que el efecto de la altura se convirtiera en algo permanente. Y cuando, tras un par de horas, ya pensaba en que, al menos, podría tener quince centímetros más fuera del templo, hice un amago de salir. Pero en el pórtico de la parroquia ya era yo de nuevo. Y me fui. A explicar a mi familia mi mal de altura, el motivo de que la cena estuviera enfriándose.

Y volví a aquella iglesia. Fue también durante la misa. El cura, pelo cano y ralo, tez pálida y arrugada, mano comida de lunares, repartía la comunión a una parroquia compuesta por los hombres más altos del planeta. Me acerqué, sin ninguna disposición a comulgar, y dispuesto a preguntar desde mi altura, solo balbucí:

- Padre…

Una mirada sardónica, sin sonrisa, desde un leve reflejo amarillo, un fundido en negro de su imagen, rodeada de moscas, una figura como de gárgola, y ciertos elementos sulfurosos rodearon su respuesta:

- Iglesia somos todos, hijo. Iglesia somos todos.

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