Nuestro socorrista está triste. Como cada día, la silla en la que se sienta para velar el baño de esos privilegiados vecinos se ha amoldado un poco más a su figura y su asiento se convierte en una pequeña prisión. Es difícil levantar el vuelo desde una silla de metal y nylon. A mediodía la lámina de agua es un desierto. La mira una y otra vez, hunde su mirada en ella y todo tiene un confín, nada profundo el suelo, nada lejano el borde opuesto. Hastiado de tiritas, betadines y llantos. Harto de madres que se emperifollan para bajar a esta piscina en la que no se han bañado jamás, y en la que dejan a sus cachorros para que los bañe el socorrista, sustituto eventual de la tata que los cría; mientras, sus maridos desplazan sus barrigas en la cercana pista de pádel simulando practicar algún deporte.
Nuestro socorrista está triste. Sueña con el mar, con rescates imposibles, con salvar alguna vida o curar alguna herida por mordedura de tiburón o barracuda. Y evoca el mar para olvidar que su vida pueda tener horizontes tan cortos como los de esta piscina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario