lunes, 30 de agosto de 2010

LA SOLEDAD DEL SOCORRISTA

Nuestro socorrista está triste. Como cada día, la silla en la que se sienta para velar el baño de esos privilegiados vecinos se ha amoldado un poco más a su figura y su asiento se convierte en una pequeña prisión. Es difícil levantar el vuelo desde una silla de metal y nylon. A mediodía la lámina de agua es un desierto. La mira una y otra vez, hunde su mirada en ella y todo tiene un confín, nada profundo el suelo, nada lejano el borde opuesto. Hastiado de tiritas, betadines y llantos. Harto de madres que se emperifollan para bajar a esta piscina en la que no se han bañado jamás, y en la que dejan a sus cachorros para que los bañe el socorrista, sustituto eventual de la tata que los cría; mientras, sus maridos desplazan sus barrigas en la cercana pista de pádel simulando practicar algún deporte.

Nuestro socorrista está triste. Sueña con el mar, con rescates imposibles, con salvar alguna vida o curar alguna herida por mordedura de tiburón o barracuda. Y evoca el mar para olvidar que su vida pueda tener horizontes tan cortos como los de esta piscina.

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