miércoles, 6 de abril de 2016

RADICALES.

La hora del desayuno es poco propicia para hablar, los bares suelen estar llenos de gente; de madres y padres que acaban de dejar a sus hijos en el colegio y organizan su jornada, y casi su vida, ante un café y medio mollete; de funcionarios que estiran sus veinte minutos con una charla superflua sobre cualquier cosa; de cosas que la gente de negocios llama desayunos de trabajo y que resulta un ejercicio estresante de charla sobre temas que a ninguna de las partes le interesa mucho, y de ruidos de loza golpeando el mostrador, silbidos de vapor de agua recién escapado de su inmolación como agua de café o infusiones y del alegre tintineo de las monedas antes de ser custodiadas en la máquina registradora. En este escenario se encuentran dos conocidos, antaño amigos, compartiendo barra.
  • Buenos días, M., ¿qué tal va todo? ¿Y C. y C. pequeñita?
  • Todo bien, a Dios gracias. Aquí preparándome para varias reuniones; llevo unos días malos, con mucho curro. He tenido que preparar informes y presentaciones y no me he acostado antes de las tres ningún día.
Nuestro amigo, pensemos que es nuestro amigo el sujeto al que damos preeminencia en esta historia,  el que tiene un trabajo corriente y viste de una forma estándar, demasiado sport para el insomne de la historia, demasiado estirada para otros amigos que no aparecen en la misma, piensa en que acaba de encontrar la explicación a la saturación de whatsapps recibidos a partir de las once de la noche en el grupo común. Piensa también que la gente habla de esos informes y de esas presentaciones que serán papel mojado en diez minutos como si de las conclusiones de la comisión Warren se trataran, pero calla. 
  • Ayer vi en el grupo que la reunión se ha programado para finales de mayo, ¿toda la gente de la clase puede?
  • No lo sé, y si te digo la verdad, ¡al carajo! Como yo soy el que lo organizo, he puesto una fecha y el que pueda venir, bien, y el que no, también. Yo no puedo estar detrás de todo el mundo.
  • Es verdad, M., pero es que hay mucha gente que no está en el grupo de Whatsapp.
  • Pues ¡al carajo!, también. Hay gente que no está porque no tiene smartphone, otros que han abandonado el grupo y luego el gilipollas de Carlos, que lo expulsé del grupo por lo que escribió sobre el aborto.
  • No lo recuerdo.
  • Sí, hombre, aquello de que había que permitir el aborto libre, como si eso no fuera un crimen.
  • Sigo sin recordarlo.
  • Pues te debería haber llamado la atención. Haciendo apología del asesinato orgnizado.
  • La verdad es que no, lo siento.
En ese momento nuestro amigo, el que nos va gustando menos por su tibieza, recuerda a qué se refiere M. Pero no entiende la polémica, resulta que Carlos escribió pidiendo que se firmara una solicitud de change.org, se trataba del caso de una niña de trece años de Irlanda a la que no le permitían abortar, y eso, además de que era un embarazo que ponía en riesgo su vida, de ser el fruto de las violaciones a las que su padre la había sometido. El mismo padre que ahora impedía, ejerciendo su sacrosanto derecho paterno, que se interrumpiera un ciclo monstruoso.
  • ¡Qué hijo de puta!, el Carlos es que está mal. Argumenta M.
Antes de contestar con una suave elevación de hombros, nuestro amigo empieza a hacer recuento de los miles de whatsapps que ha recibido en el grupo con bobaliconas y estúpidas fotos de monjas y santurrones; de mensajes y vídeos mostrando la superioridad del ejército español, capaz de hacer que toda una cabra desfile junto a ellos, y de abofetear a un espectador que se ríe de que un cuerpo de élite se dedique a hacer ejercicios de majorette por la calle; de proclamas a favor de la pena de muerte, de la ocupación militar de Cataluña, de buscar defectos a los políticos de izquierdas, de usar el adjetivo comunista como sinónimo de asesino. De cómo esos mensajes trataban como izquierda radical a los socialistas, a los votantes de izquierda y a todos los que piensan distinto al blando y estereotipado Albert Rivera; pues a este político lo sitúan a su izquierda, aunque usted, y yo, y muchos, para nada podemos imaginarnos a Rivera de izquierdas.

Antes de dar un nuevo sorbo al café con leche se acuerda de Carlos, de cómo ambos han hablado mucho, de cómo han polemizado en la mejor tradición secular de la izquierda, de cómo han actualizado la antiguas tesis de revolución o reforma integral. Este, nuestro amigo, piensa en que Carlos, que por momentos nos va cayendo mejor, ha defendido a ultranza cualquier acción de esta nueva izquierda; que la torpeza con la que han llegado al poder no es sino sinónimo de ruptura y que todo, en nombre del pueblo, está bien. Nuestro amigo le ha reprochado la falta de respeto a determinadas estructuras que han sido consensuadas, la falta de concordancia entre lo que han proclamado y lo que han hecho, y, cuando va a pensar que en esta nueva izquierda hay determinada prepotencia y soberbia que no son sino ignorancia, empieza a ver ante sus ojos los zapatos castellanos con borla, los pantalones gallardos, el pecho adelantado proclamando la propiedad de toda España, de la fe, de la religión, de la bandera y de la moral. 

Es en ese momento, en un compás de espera en el que no sabemos si nuestro amigo es nuestro amigo o no lo es, cuando apura su café, abandona el mollete empapuzado de aceite, deja dos euros sobre la barra y se dirige a M., mientras toma la salida de este ruidoso bar.
  • ¿Eres el administrador del grupo?
  • Sí.
  • Por favor, échame del grupo.
  • ¿Y eso?
  • Se mandan muchos mensajes y no me dejan dormir.
  • Bueno, siempre puedes silenciar el grupo o abandonarlo tú.
  • Prefiero que seas tú quien me elimine.  Es una cuestión complicada. En cuanto a silenciarlo...prefiero callarlo para siempre.
  • Entonces no vas a saber ni cuándo ni dónde quedamos.
  • No te preocupes por eso; he pensado que voy a quedar con Carlos, tenemos alguna que otra conversación pendiente y temas que no resolveremos nunca, pero esos son privados. Tenemos cosas de que hablar, seguro que nos lo pasamos bien.
  • Llámame, a lo mejor, me apunto.
Es entonces cuando nuestro amigo usa algo que no sabe que tiene, un ademán serio y adusto, una mirada demoledora y empequeñecedora, ciertas dotes de lenguaje no verbal para transmitir un mensaje, algo parecido a ¿no te das cuenta?, pretendo ser educado, correcto y no decirte lo que pienso, pretendo no ser como tú, pretendo no tener contacto contigo, no eres bienvenido; me estoy convirtiendo en un radical, no hay líneas rojas para mí salvo las del alma, pero esas van a ser sagradas, digo adiós para siempre a tu necedad y a tu forma de pensar que este país es tuyo, y que por eso, puedes apropiarte de todo, con impunidad, adiós, adiós.

Es entonces cuando el lector que lo ve marcharse del bar con cierta callada dignidad está decidiendo si nuestro amigo es su amigo o no lo es.  


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