miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL DÍA QUE ME SEPARÉ DE C.B., EL CRÍTICO. I

Una noche Philippe Noiret apareció en mi sueño. Lloraba de forma amarga, inconsolable, a la manera de un niño o de quien ha perdido algo para siempre. Por favor, escúchame, he venido a ti esta noche para pedirte un favor, no, no es un sueño, no a la manera que piensas, estoy en este mundo en el que  sueños y cine son lo mismo, pero no es tu voluntad, no es tu subconsciente el que fabrica esta historia, soy yo, unos días Alfredo, otros Pablo Neruda, quien te pide auxilio. Como una alucinación, de repente, cesó su llanto y con cara de pequeño cartero, de proyectista de cine de barrio, me susurró con la voz de una banshee su súplica.

Fueron tan extrañas aquellas palabras, fue en un idioma tan olvidado, tan oscuro, tan perdido en las brumas del tiempo y de las islas, que creí no haberlo entendido. Pero aquel mismo día, un miércoles cualquiera, entendí su mensaje mientras veía un capítulo de The Walking Dead. Algo o alguien nos ha quitado la identidad a los actores, ya no somos nuestros personajes, ya no somos nuestras creaciones; quizás de esto se salve algún director, quizás de esto se salve alguna película; pero el cine está muriendo. Salvadlo.

En realidad no creí ni una de las palabras que yo mismo había querido entender, ¿quién era yo?, ¿un cinéfilo? ¿un entendido?, ¿acaso un Bastian Baltasar Bux para el cine?, ¿qué poder tenía? No podía ser sino una fantasía más, un sueño más, y seguirlo conduciría a una decepción más de este seguidor de deseos demasiado altos para él.

Pero aquella noche volvieron a aparecer en sueños varios actores. En realidad fueron actrices. Cogidas de la mano, unas veces sentadas en sofás, otras caminando al paso de una melodía lenta y armoniosa, pasaron Julia Roberts, Audrey y Katharine Hepburn, Kim Novak y Maureen O´Hara. ¿Sabes dónde está el peligro? En aquellos que me premiaron por Erin Brokowich, odio esa película, jamás entendieron mi trabajo en otras películas, ¿crees que estuve mal en El Estanque Dorado?, ¿crees que era una película cursi?, ¿te pareció demasiado hippy Todos rieron?, ¿solo disimulé que era mala actriz cuando me dirigió, y torturó, Hitchcock?, ¿acaso todas nuestras películas de madurez, todas nuestras películas en color, todas las películas bien hechas son malas?, ¿acaso mi trilogía irlandesa de mineros, hombres rudos y católicos socarrones fue un mal legado?.

No sé qué me condujo a deducir lo que debía deducir, a concluir lo que concluí. (Perdonen esta intromisión en la lectura, pero me encantaría que se dijera, lo que concluje; sin duda, más basto, más hiriente a la garganta y al oído, sin duda más concluyente) No lo sé, había algo que me mantenía en un estado de gracia casi hipnótico, en una situación de visionario, de vidente, que me llevó al resultado. La crítica, la que forma opiniones; la crítica malsana, la que es ególatra; la crítica, la que se regodea en las formas desagradables, en aspectos visuales sucios, la que levanta a los directores con vocación de torturadores, ora por aburridos, ora por explícitos, ora por necios, esa es la que mata, no al cine, sino las ganas de ver cine.

Sabía quién era mi objetivo, el gran crítico, C.B.; pero no sabía donde buscarlo. Me vestí, como no debía ser menos en esta ocasión, con traje, corbata, gabardina y sombrero, un fedora, y una Smith & Wesson en mi bolsillo; vestí de blanco sucio, grises y negro los días y fui en su busca.

No lo encontré, luego supe que fue porque lo busqué en los clásicos, en El Sueño Eterno, La Fiera de mi Niña, o Historias de Filadelfia. Podía haberlo buscado en la Blancanieves española, pero ahí me habría quedado sin palabras.

Acababa de empezar la búsqueda y ya estaba agotado. Supuse que en vez de encarnar a un personaje de cine negro, esta vez debía planificar mi búsqueda mejor y fui descartando. No buscaría en los películas animadas, ni en las de Walt Disney, ni en las de Pixar; y aunque Persépolis, Chico y Rita o Vals con Bashir fueran otra cosa, creo que perdería el tiempo. Tampoco las de aventuras, si alguna vez C.B. fue niño y soñó con ser un Jedi o llevar espada láser, ya lo habría olvidado. De las policiacas me quedaría con las del estilo a Teniente Corrupto; de ciencia ficción jamás con las americanas, jamás con el Tarkowsky de Polaris, si acaso con coreanas como The Host. De cine con sentimientos, nunca de una cinematografía conocida como la española, la inglesa, la alemana, la francesa o la italiana; tendría que ser iraní, pakistaní, peruana o estadounidense del circuito independiente. En fin, mi selección tendría que ser en los mercados menos trillados, en los cines menos reputados, quizás en directores ya decadentes. Pero también tendría que estar atento a la arbitrariedad, a pensar en que podría encontrarlo en películas menores de Scorsesse como El Aviador, en el cine de Amenábar, en el de Alex de la Iglesia. También en que podría encontrarlo en alguna película de Woody Allen, presto a destripar a su autor; en alguna película de directores noveles a quienes destrozar o encumbrar por capricho.

En fin, mi búsqueda no sería sencilla. Un ser de criterios arbitrarios como él podría estar en muchos sitios o en ninguno; adorar lo nuevo u odiarlo; respetar los clásicos o reirse de ellos.

Como es de suponer, no fue fácil mi periplo, pero al final lo encontré. Charlamos. No sé si aquella conversación tuvo éxito pues jamás he vuelto a, ¿soñar?, con aquellos actores o actrices, jamás volvieron a mí. Y que no se preocupe el lector, si lo hay, es verdad que reemplacé la Smith & Wesson por un Colt, pero no lo usé. Una vez que localicé a C.B., paseamos por varios escenarios y acabamos en un angosto pasillo del Grand Canyon. Allí lo dejé. En la boca de aquel desfiladero esperaba Henry Fonda, sable en mano, al mando de su regimiento, dispuesto a realizar la última carga de su caballería ligera. Dispuesto a vengar la memoria de un amor otoñal a la orilla de un estanque. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

QUEMA DE LIBROS

Si alguna vez han sentido ganas de quemar lo que han hecho, de trazar una raya que les impida volver atrás, de eliminar de su vida lo que no aporta nada, sabrán lo que digo. De lo que les hablo.
Ayer sentí unas ganas tremendas de quemar libros. No fue un arrebato de fanatismo, sino el deseo de quitar de mi vida papel impreso que no ha dejado huella memorable. En esas andanzas a lo Vázquez Montalbán me entretuve. Miré la estantería y descubrí que, más que sobrar, echaba de menos algunos libros. Sí, aunque imaginario, existía un hueco que rellenar y busqué los cómics de Manara, el fascículo de Spirit, el Elogio de la Madrastra, la Canción de Roldán, Orlando Furioso, el bolígrafo perdido, que no es libro, pero nunca se sabe. O empezaba pronto o más que a quemar iría a comprar.
Mi ayudante me pidió un criterio para escoger conmigo libros, le dije, malos o ñoños. Escogimos Irlanda de Espido Freire, Lo mejor que le puede pasar a un croissant, La Sombra del Viento, El Código da Vinci, La Hermandad de la Sábana Santa, El Tiempo de los Leones, La Historia del Chocolate, Recetas de Ensaladas, Pasta Fácil. En esas estábamos cuando mi ayudante preguntó, ese de qué va, cuál, dije yo, el de la pasta, no sé si habla de dinero o de comida, no lo sé, no lo he leído, tíralo. Asunto concluído.
Fue otra pregunta similar la que me llevó al último libro. Y este, es de cocina, o de turismo, me preguntó. Cuál, contesté con mi habitual simpatía y amabilidad, cuáaal. Este que se llama algo del sabor de la granada, ni idea de si se trata del árbol, de la fruta o de la ciudad. No lo he leído, repliqué, y fui consciente en ese instante de mi manía de almacenar libros sin leer, de todas formas, trae, dame el libro.
La contraportada traía la foto de un historiador y arqueólogo, lo que traducido quiere decir, de uno que acabó la carrera de Historia e hizo un cursillo de Arqueología. Luego el libro sería una lata, un peñazo más sobre lugares comunes, una historia familiar, vamos, de su familia, y una supuesta trama de héroes anónimos y sin recompensa. Contesté a mi ayudante,  es de cocina, de cómo sacar el jugo a la granada y de cómo hacer mermelada con ella. El idiota que lo escribió no sabe que la proporción de pectina y ácido de esta fruta impide que la mermelada cuaje.
Cuando mi amigo encendió la pira crujieron las ramas secas y los libros se entregaron a una suave incineración casi como si entraran en un baño. Las llamas se elevaron portando cenizas con tilde y coma, algunas con comillas, y las más con epítetos liberados de su forzada y siniestra condena en oraciones subordinadas. Así fue, al calor de la fogata al fin descansaron la niña triste que subía a los árboles, la pobre azteca que molía cacao y la copia del fantasma de la ópera que se perdió en Barcelona.
El problema estuvo en el último libro, duro de roer, plástico puro que no ardía pues sobre él se deslizaban las llamas, como si estuviera acostumbrado a sobrevivir escurriéndose. Solo al llegar un rescoldo a la foto del autor, prendió. Sí, pareció que allí hubiera un vacío, una impostura, y allí se alojó la llama, a carcajadas, feliz de encontrar alimento tan liviano. 

miércoles, 14 de agosto de 2013

LA FIESTA

Sentado en el banco, junto al viejo y enorme plátano, sorbía un vaso de whisky. Un whisky malo que se le estaba convirtiendo en el más amargo trago de su vida.
Ella lo había buscado por todo el recinto de la fiesta, quería charlar con él, decirle que su insistencia había sido el único motivo para acudir a esa reunión de antiguos alumnos. Pero él llegó un poco tarde, nervioso, y desapareció mientras ella hablaba con un antiguo novio. Y ahora, justo cuando se marchaba, lo vió, lejos de sus amigos, mirando a la antigua piscina, ahora vacía, y bebiendo.
Estuvo a punto de pasar por su lado sin decir nada, esquivar a aquel borracho y marcharse a casa. Se le ocurrían varias cosas mejores que estar allí, acosada por las preguntas de personas a las que hacía años había olvidado. Y, sin embargo, él, la única persona que le interesaba de aquel lugar, había pasado de ella y se había marchado a beber. No lo recordaba así.
Fue aquella amiga, la del pelo rizadísimo, la que la llamó. Oye, recuerda que el domingo iremos al campo, tráete a tus hijos, les va a encantar jugar con los míos. Sí, pensó ella, llevo veinte años sin saber de ti, y ahora, justo ahora, vamos a irnos a tu chalet, a llevar a mis hijos adolescentes para que entretengan y cuiden a los tuyos, y así, mientras, tú indagues sobre mi vida, mi divorcio, mi trabajo…Sí, es lo que pensaba.
Al darse la vuelta para tomar otro camino, lo vio de pie. Por lo visto, su amiga lo había alertado al llamarla. Y él la esperaba aun más nervioso.
   - Hola, dijo él. Tal vez de una forma un poco seca, un poco desganada.
   - Hooola, dijo ella. De esa forma a la vez jovial e inquisitiva que ella usaba y que a él le mortificaba y le encantaba.
   - Veo que ya te ibas. Lo siento.
   - Sí, vine para ver a alguien, lo he visto y ya me voy.
Claro que lo sabía. Justo al llegar la vió hablando con su antiguo novio, ahora un aprendiz de maduro soltero, un teleco con éxito, con aspecto deportivo y poseedor de una alucinante vida social que predicaba en cualquier plataforma pública. Verla con él fue como una cuchillada, como un desgarro en su alma. Eso motivó que se diera la vuelta, se encontrara con una de sus antiguas pandillas y le pidieran una bebida a su medida, un whisky DYC, con un poco de hielo. Y, él, que odiaba esta marca, y moría por un poco de whishy con sabor a turba y madera para escuchar jazz, lo tomó como el líquido más preciado. Al poco pudo esquivarlos, apartarse hasta aquel sitio, y beber a solas, con las agujas del whisky en su garganta e imaginando a Chet Baker tocar su trompeta.
   - Bueno, se armó de valor y se lo dijo, esperaba estar contigo un poco más. Siéntate un rato aquí, por favor.
   - Refresca, pensaba irme a casa y descansar. Tengo trabajo mañana.
   -¿Mañana domingo?
   - Tú sabes que para mí no existen ni los domingos ni los festivos.
   - ¡Por favor!
   - Está bien, solo un rato.
Ella tenía curiosidad por saber qué quería contarle él. Llevaba sin verlo desde el instituto, pero lo habría reconocido en cualquier sitio. Alguna arruga que otra y algunas canas, un poco más fuerte, con una musculatura ya hecha y, quizás, comenzando su declive, pero el mismo compañero que años atrás. Y tenía ganas de quedarse, pero no quería que se notara.
Él atendió esa insinuación de que refrescaba y le dio su chaqueta. Le sorprendió que ella, en contra de la costumbre, no se la pusiera sobre los hombros, sino que se la vistiera, y no le importara deslucir ese modelo negro del que no sabría decir el precio.
   - ¿Nos sentamos?
   - Vale.
Y así estuvieron, sentados, durante un silencio eterno. Ella preguntó:
   - Bueno, ¿qué querías contarme?
   - Pues… Antes de nada, perdona, ¿quieres beber algo? Dijo él para ganar tiempo.
   - Sabes que no bebo nada de alcohol y no me sienta bien beber demasiadas Coca-Colas.
   - Es verdad.
   - ¿Me lo cuentas?
Tuvo que tragar saliva.
   - En fin, supongo que sí. Quería hablar contigo pero no lo imaginaba así. Al menos no así en su totalidad. Pensaba que en algún momento de esta noche podría convencerte para llevarte a algún rincón íntimo a charlar y compartir contigo unas copas de vino. Incluso dejé a los camareros una botella de un vino blanco escogido para una noche de calor.
   - Lo siento. Deberías haber recordado lo de que no bebo y, además, hace fresco. Habría sido mejor tinto.
Su broma, si lo es, no le ha sentado bien a su discurso. No sabe cómo continuar. Da un sorbo al vaso y calla. El silencio vuelve a hacerse eterno.
    - Te has callado. Espero que no haya sido por lo que te he dicho.
    - No. Miente él.
    - Por favor, sigue. Díme de qué pensabas hablar.
    - Está bien. Guarda silencio.
    - Dime, por favor.
Su súplica le da fuerzas.
- Mira, un día eres un muchacho de diecisiete años. Al día siguiente tienes casi cuarenta años y no sabes qué ha pasado en medio. Sientes que todo lo que ha ocurrido, lo que has vivido, lo que has aprendido, las mujeres que has podido conocer, nada, nada de eso ha ocurrido. Te despiertas, miras por la ventana y ves el mismo sol. Miras tu casa y los cambios que ha habido, pero no los reconoces, piensas que es la misma casa. Y miras tu corazón y en él encuentras lo mismo que cuando tenías diecisiete años, una muchacha delgada y morena, dulce, de piel que imaginas suave. Y sueñas con que ella siga pensando también que tiene diecisiete años y que quiere retomar la conversación que dejastéis inacabada años atrás cuando él le confesó que estaba loco por ella y ella comenzó la temible frase de eres un chico estupendo, pero…Y para acabar esa charla, el muchacho que tiene diecisiete o cuarenta, ni él lo sabe, ha procurado engancharse al último tren, una fiesta de ex-alumnos de algo que ni recuerda, de gente que no significa nada, él solo quiere verla a ella, y ayuda a organizarla, a disponer la orquesta, la decoración, un poco demodé le dicen, y él piensa, sí, como más de veinte años atrás, y va a la fiesta, escoge traje, camisa, zapatos, para sacar de sí lo mejor y llega tarde porque, ese día, sí justo ese día, ha muerto el padre de su jefe, pero llega, y cuando espera encontrar a Cenicienta, la encuentra hablando con el príncipe maldito del que la rescató aquella noche de la conversación inacabada, aquel que la engañaba con cualquiera que se pusiera a tiro, y sí, se le viene entonces el mundo encima, sus cuarenta años se le agolpan todos a la vez, y, de repente, se encuentra solo, de espaldas a la fiesta y al mundo, bebiendo sorbos de algo infecto.
Ella lo mira y recuerda. Recuerda como la abrazó aquella noche mientras lloraba y como pensó en él durante mucho tiempo después. Sí, aquella noche, la había rescatado y después se había declarado y ella lo rechazó de la forma más amable que supo. Y sí, sabía que aquella era su última noche antes de marcharse a otra ciudad, pero jamás pensó que, poco después, empezaría a soñar con él, a querer que volviera a abrazarla, a rescatarla mil y una veces, y que él no volvería hasta muchos años después. Y sí, lo olvidó, con el tiempo, lo olvidó, más cuando comoció a otro canalla igual a aquel del que la había rescatado, pero famoso y con buena prensa, y se casó con él, y fue infeliz, y olvidó toda su vida anterior. Y sí, ni siquiera cuando se divorció, y las habladurías se cebaron con ella, pensó en que nadie la rescataría. Y sí, con toda la insistencia de él para que viniera, jamás imaginó que todavía pudiera sentir algo por ella. Y ahora está aquí, sentada a su lado, esperando en un silencio eterno que modula una antigua farola. Necesita un empujón para darse cuenta del todo, para ser consciente.
   - ¿Me darías un trago de whisky?
Él le entrega el vaso y ella da un sorbito que parece quemarle la garganta.
   - Jamás te contesté del todo. Dice ella. Pero hoy vine por ti.
Y él calla en un silencio eterno que modula una farola antigua. Y la mano de ella se desliza por el banco hasta que toma la suya.  Y él siente que es posible tener cuarenta años y que el corazón siga ardiendo. Y siente que hay algo en ella que le dice, espera, cada cosa debe ser dicha en su momento, espera, soy yo quien debe hablar ahora, espera, quiero que cambien algunas cosas en mi vida, espera.

lunes, 29 de abril de 2013

AMAR LA PIEDRA INERTE.

Como en todo mal relato, aquel día llovía. Y era de noche. Pasamos junto a la Giralda, y aquel sevillanísimo, proclamó: “Si algún día se cae este trozo de cielo, yo me muero”.
En el bien del arte y de la arquitectura, esa torre no ha caído. Se han desplomado lienzos de muralla en Lugo, trozos de las catedrales de Burgos y León, han robado en muchas Iglesias, de los pórticos de muchas iglesias, han expoliado yacimientos iberos y romanos. Pero que yo sepa, la Giralda sigue en pie. Y aquel sevillanísimo no ha tenido motivo arquitectónico para dejarnos.
Y no sé si aquel muchacho habría traspasado la frontera que separa un cierto tipo de amor por la belleza, por la estética. No lo sé porque no sé hasta qué límite el amor por las cosas se puede personalizar y querer la piedra basta o pulida, la ordenación planificada, el orden de la piedra o su disposición natural como se quiere a una hija, a una amante o a una madre.
Quizás yo, frío, no soy capaz de expresar mi amor. Por eso no soy capaz de amar las callejas de Córdoba, las plazas de Sevilla, los lugares de París, las iglesias de Roma o los puentes de Florencia. Y no porque no sienta algo especial al contemplarlas, al rememorar los paseos, las vivencias. Quizás yo, frío, no sea capaz de decir lo que me emocionan El Profeta, Las Meninas, Paulo, el tapiz de Hastings, o la música de Wagner; incluso los pastelillos de Belem. Quizás yo, frío, no sepa saber si lo que siento es amor.
Y es en ese quizás, en el que soy frío, inerte como la piedra, en el que amo. En el que siento. En el que amo a mi mujer y no le digo, si algún día te caes, yo me muero.

lunes, 22 de abril de 2013

MANIFIESTO DE UN IDIOTA.

Están la libertad de expresión, las redes sociales, los teléfonos, las autoediciones, los e-books, los diarios electrónicos, los i-pads, los chats, los blogs y los foros. Y seguro que se me olvida o no conozco algo. Seguro. Los medios de comunicación en los que las personas escriben y manifiestan opiniones son innumerables.
Como a mí me gusta clasificar y ordenar este mundo, creo que es necesario hacer tres categorías: las charlas de café, las de ínfula productiva, literaria o no, y las afán de perpetuarse. En las primeras, que equivalen a charlas de patio de vecinos, a conversaciones de tarde de estío o a encuentros en el autobús, decimos casi lo primero que se nos ocurre. No pasa nada por hacer un tuit pidiendo que no se acabe nunca la Feria o que nuestro estado en el FB sea “Odiando la lluvia”. Es así, de vez en cuando hay que ser superficial y no acomplejarse por ello. Los segundos son los que más me gustan, aquí hay gente que intenta escribir, hacer música, mostrar una vena artística, fotográfica, pictórica, divulgativa, de diseño o de cocina que mola. Es cierto que estamos muchos moñas y que hay much@ maleni suelta, pero también lo es que si no, daríamos la lata de otra forma, más personal y más pesada.
Pero los terceros, ¡ay, los terceros!, me matan. Quienes escriben  sesudos blogs de opinión con el orgullo de elevarse sobre los demás, de enseñarnos nuestros errores, de adoctrinarnos; quienes opinan a favor de todo lo que huele a un bando, o los que están en contra de todo lo de todos los bandos, quienes apoyan solo a lo que en ese momento es, de acuerdo a su bando, políticamente correcto, ya sea un escrache, la economía dirigida, Venezuela, Cuba, el aborto o unos delincuentes manifiestos. Y sí, en el deseo de elevarse, de congraciar, de dar el perfil de personas coherentes, honestas, humildes, de representar un papel, se lo creen. Y sí, estas personas además de defender a sus ladrones y condenar a los contrarios, de no abrir los ojos y no ver sino con anteojeras, además de eso, llega un momento en el que se creen por encima del bien y del mal, ya sea estético o moral; y puede que hagan tuits y charlas vecinales, o una foto, o un cuento, pero no pensarán que han hecho uno más, sino "el tuit", “la foto”, “el cuento”. Y sí, pienso que son idiotas.
El emperador Adriano, según Yourcenar, tenía un esclavo que a cada momento le repetía “eres mortal” para que nunca olvidara, no que moriría, sino que no era muy diferente a los demás. Esta gente, los opinadores, los tertulianos, debería tener alrededor a algunos que le dijeran algo. Ya les gustaría que fuera lo mismo que a Adriano, pero lo que se merecen es “eres idiota, eres idiota”. Suele ocurrir que tienen también idiotas alrededor, eso los condena.
Yo, por si acaso, tengo la autoestima por los suelos, me considero tonto y, cada vez que me pongo estupendo, me pego un leñazo. O me lo pegan, pero es porque tengo suerte y estoy rodeado de buenas e inteligentes personas que solo se toman en serio la vida, no las idioteces.

viernes, 22 de marzo de 2013

EL SALTO

La saltadora inicia la carrera. Un pequeño balanceo de cadera hacia atrás, estira las piernas para tomar la distancia exacta y empieza una carrera en progresión. Cuando llega a la máxima velocidad, talona y se eleva. El estadio es un clamor, su vuelo es majestuoso, lento, plácido. Aterriza como una pluma, se pliega y sale del foso.

Mientras espera la medición, su corazón la maltrata, intenta romperle una costilla para salir a ver la distancia recorrida, y lo hace en un galope veloz. Pero la saltadora lo retiene. 

Mientras espera la medición recuerda los días y días de entrenamiento. Las sesiones extenuantes de carreras, el dolor que le producía la arena áspera y fría de su estadio. Las peleas con su entrenadora, las renuncias a salir, tener novio, ir al cine...

El grito del público la impulsa a mirar el marcador, 9,00 m, ha saltado nueve metros. No es solo su record, es el record del mundo, es la medalla de oro, es lo que ha deseado toda su vida. Y salta de alegría. Salta, llora, sonríe. Disfruta.

Es un mazazo, un velo negro, la noticia de que le han anulado el salto. De que una jueza ha visto que en el talonamiento ha sobrepasado por una décima de milímetro la marca. De que es posible que haya una huella impresa en la plastilina superior a la micra. De nada sirve suplicar, pedir, reiterar, repetir mil veces que una décima no es nada, que esa jueza, sustituta, no debería tener voz ni voto, que el reglamento de la competición dice que la huella debe ser clara y ratificada por todos lo jueces.  De nada sirve pedir que le resten la micra y le pongan si quieren 8,99 m. Que no importa, pero que no le arrebaten el salto, la medalla. De nada sirve.

Un aplauso la rescata del pozo en el que se hunde. Después sabría que llevaba diez minutos llorando y de que el estadio entero llevaba diez minutos llorando con ella y aplaudiéndola a la vez. Alguien  decidió cuando anularon el salto levantarse y comenzar a aplaudir. Fue uno solo al principio, después unos pocos, al rato una zona y al poco todo el estadio. Aplauden porque han visto algo único, un vuelo por encima de la lógica, por encima de la historia. Todos aplauden, incluidos todos los jueces, a excepción de la que ha anulado el salto, ahora ya ni tan siquiera protagonista.

Y Carmen, la saltadora, sonríe. No necesita la marca, no necesita la medalla. Tiene en sus piernas el vuelo y ante sí la gloria. 

UNA CHICA SUIZA

La sabia dama suiza apenas desayuna. El pan es unas veces demasiado crudo, otras pequeño y otras es un trozo de pueblo duro y áspero que no puede tragar. El café, el que no es su café, es un engrudo.

La sabia dama suiza es sabia no por suiza, tampoco por vieja, apenas es una chiquilla pero ha vivido mucho desde los tiempos en el reducto minero. Ha visto al mundo progresar varias veces, revolucionarse, alcanzar la libertad y ahora perderla; ha cocinado banquetes, ha vivido delicias, ha degustado la gloria.

La sabia dama suiza es así, espontánea, callada, sentida y lógica hasta la extenuación. Como el campo, la nieve, los prados, el chocolate y los trenes, los puntualísimos trenes suizos.

A la sabia dama suiza a veces se le escapan algunas lágrimas. Quienes están a su lado hacen que miran hacia otro lado, pero de reojo no pueden evitar mirar y ver el reflejo de una pequeña niña suiza con un armario lleno de vestidos, de una niña que recuerda a su padre, que añora los versos recitados en el francés de su alma y que sabe que quiere que el tiempo vuele. Pero que no sabe si quiere que vuele hacia adelante o hacia atrás. 

La sabia dama suiza.

lunes, 11 de marzo de 2013

IN MEMORIAM

Dos años atrás.

Convaleciente, cuando pensaba en redactar un artículo sobre el manga, sobre Akira, y tras haber releído el relato de Murakami en el que una ola gigante devoraba a un adolescente en la playa. Aquella mañana la Tierra tembló y una ola gigante arrasó la isla de Hokkaido.

Yo pensaba en Godzilla, en el terrible y, a la vez, tierno Godzilla. Nacido del desastre nuclear, enorme, gigantesco...torpe hasta dar lástima. Pero estos desastres unidos, el natural, el que arrasó la tierra y las vidas, y el que el hombre creó, la central nuclear al borde del abismo, han sido monstruos de peor especie. Se han convertido en un desastre sordo, invisible, acuático, letal. Como un espectro mudo.

Y Japón, la Tierra del Sol Naciente fue, de nuevo, pasto de la fisión atómica.


Nueve años atrás.

Aquella mañana maldije la desconexión local para hablar de noticias rijosas porque el desastre se intuía aun sin haber visto imagen alguna. La voz de los periodistas temblaba desde Atocha, cuando se creía que solo Atocha había sido el objetivo. Mi mente daba vueltas y vueltas al hecho de que, fuera cual fuera el tren atacado, tan solo dos años y medio antes, era uno de mis medios habituales en la desconcertante Madrid.

Fue inevitable elucubrar, dudar, recordar al terrorista vasco detenido poco antes en un tren portando explosivos. Inevitable recordar el once de septiembre en Nueva York. Inevitable pensar en la invasión de Bagdag. Inevitable pensar que el mundo volvía a ser un lugar lleno de maldad, dolor y horror. Fue inevitable llorar.

La melodía de un Nokia sobresaliendo de un vagón reventado nos llevaba al otro lado de la línea, a la llamada angustiosa, a la búsqueda de alguien. ¡Dios Mío!, ¿dónde estás? ¡Por favor!, ¡por favor, coge el teléfono!, ¡por favor! Y el silencio. El silencio junto al ensordecedor ruido de sierras cortando el hierro, el de los bisturíes cortando en la carne herida y el de la angustia y la muerte cortando las almas.

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Tal día como hoy, once de marzo. Y desde entonces, desde cualquier entonces, el mundo solo ha sido peor.
Y desde aquí, desde esta tierra, parece que nuestro único destino es llamar algún día a las puertas del cielo.



[...] It's getting dark too dark to see
Feels like I'm knockin' on heaven's door[...]
[...] That cold black cloud is comin' down
Feels like I'm knockin' on heaven's door
Knock-knock-knockin' on heaven's door
Knock-knock-knockin' on heaven's door

miércoles, 20 de febrero de 2013

EN EL LADO DEL CONTRARIO

El día que escuché la palabra empatía, tal y como se explica, ponerse en el lugar del otro, decidí hacerla mía.

La ocasión llegó pronto. Tan pronto como llegan los conflictos, tan deprisa como un vendaval de problemas. Y decidí ser empático.

Me imaginé a un lado de una mesa y al otro lado a mi contrario, al que para tener fuerza en mis argumentos hasta ese día traté como mi oponente. Y me imaginé pensando en lo que él pensaría en cada una de mis argumentaciones. Y me imaginé contestando como él y como yo. Y como yo imaginaba que mi contrario era bueno, por tanto debía ser empático, entonces él pensaría en lo que yo, a mi vez, estaría pensando. Y yo estaría pensando en lo que él debería estar pensando sobre lo que yo pensaría. Y así estuve, como la flecha a la que siempre queda la mitad del camino. Paradoja que nunca entendí ni con la flecha ni con la pobre tortuga.

Sí. Fue más fácil imaginar un tablero de ajedrez. Yo con blancas y mi contrario con negras. Y solo supe hacer la primera jugada sin pensar, adelantar un peón. Luego me imaginé en el lugar de las negras, pensando en lo que debería hacer para contrarrestar el movimiento del peón, sabiendo que el contrario de ese momento, yo mismo, el de las blancas, movería un alfil si yo, el otro, adelantaba el peón del alfil y que movería un caballo si era otro peón. Y pensaba y movía condicionado por la condición impuesta por la condición a la que yo imaginaba que el contrario se había condicionado por mi apertura. Y así la partida de ajedrez se movió de lado a lado del tablero, sin avanzar, sin  riesgos, sin ataques ni sorpresas. Y así ni siquiera hubo tablas sino un baile de piezas por el tablero, una extraña concordia en la que los peones blancos y los negros jugaron a la pelota usando de porterías las torres, la realeza realizó un picnic y los caballeros alfiles conspiraron en una esquina del tablero. Y los caballos, por fin, retozaron.

Y fue tal mi ensoñación. Y fue tal mi empatía, que el tablero de ajedrez se materializó. Y yo me movía de un lado a otro del tablero, todo hay que decirlo, ante el asombro de mi oponente, el pobre antiempático, que no podía imaginar lo que yo hacía. Y ante la consternación del juez quien resolvió a favor del otro, no por no hacer caso a mis argumentos, que eran los míos y los contrarios, las respuestas a los contrarios y las réplicas a la respuestas, todo eso a la vez, y, en suma, nada. No, el juez resolvió a favor del contrario, que supo no ser yo, por aplicación del principio de indeterminación de Heisenberg. Y sentenció : "Es posible saber donde está la parte y es posible saber qué argumento muestra, pero no ambas cosas a la vez".

lunes, 4 de febrero de 2013

CAMISAS Y TRAJES

Ni siquiera nadie los llama documentos, sino papeles. Los papeles del pepé.

Es posible que sean un fraude. Deberíamos admitir esta posibilidad, pero en este estado de las cosas, es difícil pensarlo.

Me asombran cosas de esta documentación, muchas cosas. Casi lo primero que pienso es en qué razones tienen estos cargos públicos, que en su mayoría cobran salarios jugosísimos, para ocultar una cantidad, para ellos, menor. No creo que el objetivo sea ocultar nada al fisco, más bien parece una maniobra para ocultar la existencia de dinero que no debería llegar a la cuenta de ningún partido. Algo  ilícito e inmoral y que como un secreto ha sido repartido, no para el partido, sino para algunos de los del partido. Y es significativo que quienes han alzado la voz para verificar algún pago han sido solo los que han cobrado cantidades menores o los que les han dado un fin claro o lo han tomado como un préstamo.

Me asombra también que se desvele esto a un periódico. Cualquier imputado en un caso de este tipo daría al juez o al fiscal esta documentación con el ánimo de pactar una pena reducida. La intención parece clara, si fuera documentación falsa es la de hundir el prestigio del diario que las publica. Como ya pasó con Der Spiegel y los Diarios de Hitler. Imaginemos que fuera información veraz, secreta, pero cierta; el abanico se abre y aparecen algunos nombres, algunas conjeturas, venganzas internas, retorcidas conspiraciones. Pero quien haya sido el que las ha revelado, ha querido que fueran publicadas, que su repercusión fuera la mayor posible. Y esto suena a venganza, a moriré matando; o a mí me hicistéis esto, ahora vais a pagar; o en una maquiavélica conjura para que algún lider caido vuelva por sus fueros como salvador y regenerador del partido y de la clase política.

Es raro ver como este asunta afecta solo a personas que tienen una situación acomodada. Que cuentan con un rico patrimonio famililar y que no necesitan de los ingresos por su trabajo para llevar una vida aburguesada. Es raro porque no estamos hablando del lucro indecente del que tiene cuentas en Suiza, sino de la miseria por la que se corrompen. No estamos atacando a los que se corrompen con tal de mantener un sueldo que es su sustento de vida, o el que le permite acceder a una vida un poco más fácil. Hablamos de personas que pueden considerar este dinero oscuro como un extra para caprichos. Es raro porque, aunque el destino de este dinero fuera gastos de representación, viajes, comidas, trajes o corbatas, obligaciones que su actividad pública condiciona, de alguna manera entienden que esto va por cuenta de los demás, que su manutención e imagen corren por cuenta de todos, que ellos ya tienen bastante con figurar. Y es raro porque desde su posición defienden que los políticos no cobren, con lo cual, ¡ay, jacobinos!, tan solo quienes tengan una vida asegurada por la familia o el matrimonio podrán dedicarse a la política, a servir a los demás. Mala cosa predicar la austeridad, implantar medidas populistas y estar podrido a causa del dinero. Y de la infamia.

No creo en los movimientos espontáneos que piden una regeneración absoluta de esta democracia. Me dan miedo. No sé qué se oculta tras ellos. Y no creo, por más que todos los indicios conduzcan a ello, que todos sean los políticos sean iguales, ni que el sistema no pueda funcionar. Por increíble que parezca, pienso que hay todavía ideales, vocación de servicio y honradez. Al menos un indicio de que algo hay es que sobresale parte de lo que ocurre y esta parte se está haciendo pública. Soy pesimista y pienso que quedará en poco lo que de aquí salga; serán apartados algunos políticos de aquí y allá, tendrán una condena leve, y, con el tiempo, volverán a sus feudos a hacer lo mismo. Respaldados por los que no hayan sido condenados, porque habrán servido de escarnio público y limpiavergüenzas, y sabrán que los demás siempre les deberán sus silencios. 

Es triste que en la situación de ruina que vivimos tengamos que ver el expolio constante; el cambio de favores por bolsos de marca, por tratamientos de peluquería, por viajes en cruceros horteras, por satisfacer las más ardientes fantasías de marujas y marujos. Porque no es otra cosa sino vivir como personajes de telenovela lo que consiguen.  

Quizás alguien debería escribir algún manual para políticos, al modo de las vidas de santos. Y en él incluir discursos y dialéctica en las Cámaras, valor ante los asaltantes, pulcritud y honradez, ejemplos que se pueden sacar no solo de la democracia griega, de los senadores republicanos romanos, del parlamento revolucionario francés, del inglés que frenó el absolutismo,... También hay ejemplos y, muchos, del Parlamento y del Senado español. Sin ir más lejos, la de un Presidente del Gobierno, que en el siglo XIX vivía en el edificio de las Cortes, quien había reunido a un grupo de periodistas a mediodía, que no lo dejaron ni un segundo durante varias horas y que, muerto de hambre, tras comprobar que todos los periodistas habían almorzado pidió a un ujier que bajara al café más cercano y encargara para él un filete con patatas, vino y café para todos. La primera sorpresa de los periodistas fue comprobar como aquel Presidente no contaba con un cocinero y sirviente propios. La segunda fue ver como al llegar el camarero, el Presidente abríó su chaleco, sacó un duro de su bolsillo y pagó con él. Nadie habría imaginado comida tan frugal para un alto mandatario y, menos, que él mismo se pagara su manutención.

Ejemplo para muchos políticos. Pero alguna vez deberían dejar de pensar en los trajes y leer.