viernes, 19 de noviembre de 2010

LIMBO.

La religión cristiana tiene una capacidad inconmensurable de dar explicación a cualquier hecho y convertirlo en propio. Ha asimilado fiestas paganas convirtiéndolas en festividades clave de su calendario litúrgico, ha adoptado vidas de santos romanos, griegos y norteafricanos a las vidas de santos cristianos y ha hecho, a fin de cuentas, lo que ha querido para que la religión pudiera explicarlo todo, fuera manual de vida y nos pudiera mantener dentro de un redil sin necesidad de buscar nada fuera de ella. Quizás de ahí viene su reticencia a cambios y novedades, a pluralidades y nuevas formas de ver el mundo, es necesario inventar algo para explicarlo, para domar lo que es contrario a sus intereses y tener el tiempo necesario para incorporarlo a sus creencias y normas.

Quizás una de sus invenciones más poéticas es la del limbo. Bueno, invención no es, el limbo existe, lo que se inventaron fue su función.

Y el limbo es poético. En él se depositan todas las miradas que posé en ti y que desconoces, los libros que he leído y olvidé, las cartas que se perdieron que duermen al lado de los correos y los mensajes que nunca leíste, que nunca respondiste. Es cierto que es posible que allí descanse la pareja del calcetín que desapareció. Es posible que el limbo esté hecho de la materia con la que se forjan los sueños, y, es posible, que del limbo salga alguna vez, no un alma, sino alimento para algún espíritu.

¿Adónde van las palabras que no se quedaron?
¿Adónde van las miradas que un día partieron?
¿Acaso flotan eternas,
como prisioneras de un ventarrón,
o se acurrucan entre las rendijas,
buscando calor?
¿Acaso ruedan sobre los cristales,
cual gotas de lluvia que quieren pasar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
¿Acaso se van?
¿Y adónde van...?
¿Adónde van?

Adónde van (Silvio Rodríguez)

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