sábado, 22 de noviembre de 2014

PEQUEÑAS HERIDAS SIN CURA

Hasta los huesos llegaba su amor por ella. De esta forma descubrió lo que era el tuétano, sintiendo en el interior de su osamenta una sensación de frío y de calor cada vez que la recogía al salir de la Academia. Se había inventado mil excusas para estar en el centro a la hora en que ella salía. De esa forma la podía acompañar a casa y verla un rato más. Así hizo hasta que no le quedaron motivos esporádicos, ni tareas, ni ropa que descambiar para estar puntual a las siete y cinco. Casi como una más de las madres de los alumnos menores. Fue en ese momento cuando se inventó el trabajo como profesor de mates de niños de primaria. 

Le compensaban esas esperas deambulando por tiendas inaccesibles, por lujos inalcanzables, gastando suela de zapato por callejuelas y galerías comerciales. Le compensaban los días que ella salía sonriente y le contaba mil historias, sobre si esta palabra procede de aquí o de allí, sobre si la profesora era de algún sitio apon eivon o, quizás de algún condado cuyo nombre acababa en chire o chair, cosa que nunca supo pronunciar.  

Aquellos días le atraían su olor, la suavidad de su ropa, la gracilidad con la que un pantalón, o un vestido, o un jersey la adornaban. Le gustaba verla contenta, radiante, con su pelo al viento, ligero y etéreo. Y los otros días cuando ella le contaba como si fuera la mayor afrenta del mundo un pequeño drama; como que su madre no quería comprarle esos zapatos o los pantalones de una tienda de la que él no había oído ni hablar. Estaba encantado.

No dejó de recogerla porque lo hicieran otros, nunca tuvo un enamorado tan fiel. Y sí, alguna vez ella lo dejó plantado por irse con otros u otras; cosa que no podía reprocharle porque se suponía que él estaba allí de casualidad, tras ese trabajo que jamás cobró. Pero no le dolía eso. Y ni tan siquiera los celos que sentía cuando ella le contaba lo guapo que eran este o aquel. En esos casos se lamentaba de su falta de valor para declararse.

Hoy, él, todavía recuerda aquellos paseos. La espera de las siete y cinco. Y las dos o tres veces que a ella le preguntaron delante de él, como si él fuera una sombra, oyes, ¿este quién es?, ¿este?, sí, ¿es tu novio?, ¿quién él?...Y no sabe si lo peor fue el sentimiento, que aun hoy escuece, que le provocaron las risas de ella, y que le hizo comprender a Jesús ante las negaciones de Pedro, o el suspiro de alivio de quien había preguntado y que de manera indefectible acababa diciendo: ¡Uff!, menos mal, me creía.  

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